Y allí estaba ella, con su pañuelo rosa, mi color favorito, tal y como me había prometido la mañana anterior. Ese pañuelo que servía para ocultar coquetamente la caída del cabello fruto de los agresivos tratamientos y que, ese día, se había convertido en una excusa para volver a vernos, para romper la monotonía de esos momentos en los que los cables, los pitidos y las batas blancas acaparan las horas. «Puedes estar tranquila». Esas fueron las últimas palabras que le susurré al oído sabiendo, sin querer saber, que sería la última vez que la vería.
Al contrario de lo que previamente podía haber imaginado, ese primer contacto con los últimos suspiros de vida me dejaron una sensación de profunda calma, la paz de haber podido acompañar a alguien en el trance a la muerte. Creo que siempre recordaré a esa presumida señora de mirada serena y semblante amable que me enseñó lo que es estar a pie de cama cuando la vida se acaba. La primera paciente de mi rotación en cuidados paliativos.
Semanas antes había llegado a la unidad rebosante de ilusión y de dudas… Cuestionando si emocionalmente sería capaz de sostener y de sostenerme, si hallaría en este dispositivo un lugar en el que sentir que podía ayudar a los demás o me vería abrumada ante la inminencia de la muerte y el dolor de quienes pierden una parte de su ser con la persona que fallece. Sólo hicieron falta unas horas para darme cuenta de que no es necesario sostenerse, simplemente basta con permitir que el calor del equipo, de los pacientes y de sus familiares cale hondo y dé un sentido al porqué de estar allí.
Sólo tengo palabras de gratitud para todas y cada una de las personas con las que he compartido este período, por los aprendizajes profesionales y sobre todo por los humanos. Gracias Cristina por hacer todo tan «fácil» y encontrar siempre la manera para que aun en los últimos latidos no falte la sonrisa.