Unos ojos abiertos de par en par agradeciendo la cura, una risa de las que hacen rebotar el cuerpo ante una broma, unas lágrimas a punto de derramarse que se consuelan en el agarre de unos dedos enfundados en látex, un cabello escaso y despeinado girándose adormilado para recibir la visita, un susurro acogido con amabilidad, un silencio compartido cuando no queda mucho más que decir.
Eso me llevo de mi tiempo en el equipo de soporte de cuidados paliativos domiciliarios.
Esos ojos, esas risas, esas lágrimas, esos pelos despeinados, esas voces sin fuerza. Esos silencios. Todos y cada uno de ellos me los llevo conmigo, al igual que me llevo los nombres a los que van unidos. Y, con cada mirada, risa o llanto, me guardo también las manos. Todas esas manos que curan, que agarran, que sostienen, que acarician.
Y es que, quién me iba a decir a mí ese primer día que llegué al despacho un poco asustada que sí, aprendería a manejarme en un ámbito médico, aprendería lo que significa el contexto paliativo, aprendería a entrar y a salir de él estableciendo la distancia justa, pero que no, que eso no sería lo más importante. Porque, si bien “Paliativos” ha sido una palabra que se me ha llenado de significado en estos meses, es la palabra “Cuidados” la que ha tomado un sentido mucho más profundo y amplio para mí tras convivir a diario con Nuria, Mari Jose y Melda. Con ellas, he aprendido que cuidar es mucho más que curar y, cada uno de sus gestos, palabras y expresiones, me han enseñado que para paliar hay que cuidar y que es imposible cuidar sin paliar.
Así que no me queda más que dar las gracias. A ellas, por cuidarme también a mí, y a todas esas personas que me han permitido acompañarlas y cuidarlas en estos últimos seis meses. Gracias por las risas, por las lágrimas, por las miradas, por los susurros. Por las despedidas. Ha sido un viaje precioso.
Maite Salvador Arroyo. PIR 3. Complejo Asistencial Zamora.